jueves, 15 de diciembre de 2011

Yo creo.






       Creo en cosas imposibles y en el olor a las olas. Creo que cada amor que se encuentra tiene una altitud enorme y una inevitable caída hacia la nada. Creo en la música y en la pintura. Alguna vez creí en las montañas, pero después del derrumbe, nada. Creo en un cerro. Creo que toma más de cien años en borrar a algún pasajero del bote. Creo que los dinosaurios viven entre nosotros y que hacen rock and roll. Creo en las pecas en la espalda. Creo en el abrazo incómodo y reconfortante de los sistemas de transporte públicos –odiosa medida con dulce desenlace a veces-. Creo en la visibilidad de las estrellas y que no se puede vivir en un sitio en donde no se vean. Creo en que vos hacéis cosas imposibles y no te has dado cuenta. Creo en los silencios necesarios cada mañana, en el ritual samuráico de la vestimenta antes de laborar. Creo en que todo caos es una manera minúscula de alcanzar la iluminación –Caracas, ilumíname como Buda-. Creo que las oficinas son lugares donde la imaginación vuela aún más lejos de lo que la gente cree, pero se encapsula como robots de maquinaria. No creo en las sonrisas, creo en luz de los ojos. Creo en los arcanos. Creo en que El Mago vendrá a buscar algún día a la Reina de Copas. Creo que todos ustedes son producto de mi imaginación y por eso se llevan tan mal. Creo en los rincones oscuros de esta ciudad hambrienta, allí se hacen los bebés del sol. Creo en la fuente que cambia de colores con el ritmo de la música cuando voy a la terraza de mi cubo. Creo en los colores, desgraciadamente. Creo que los gatos vuelven siempre a morir en su origen, como los elefantes –quizás tienen mejor memoria que los cuadrúpedos grises y gigantes-. Creo que el aburrimiento es sólo un síntoma de la multiplicidad de interacciones que todos hacemos al mismo tiempo y ahora. Creo en los amigos como los terapeutas más eficaces. Creo en los molinos y en los espirales. Creo en que al final, no hay que creer en nada.