martes, 20 de enero de 2009

La constelación de la silla reclinable (¿Un cuento? Vean ustedes)

-¡Dame la mano!- decía Esteban impaciente. Alicia, toda temblorosa, llorosa y renuente como gato mojado trataba de aferrarse con las uñas a la tierra, a la planicie de la superficie.
-¡No te va a pasar nada, en serio!- repetía de nuevo Esteban, mientras miraba la profundidad de los ojos de Alicia. Esos ojos parecían cuevas, si seguía explorando dentro de ellos iba a perderse de locura. Alicia finalmente dejó que su piel se relajara y dio un salto hacia una de las aperturas de la pared, donde encajaba su pie perfectamente como si fuese una zapatilla. Otro salto más. Jop, jop. Esteban la iba subiendo con una mano y, con la otra, trataba de mantener el equilibrio, labor extremadamente difícil de realizar en una simulación de techo, en un entrepaño hecho de algunos bloques. Alicia ya estaba arriba. Luego les tocó hacer de equilibristas de circo: Caminaban con pasitos sutiles, un pie detrás de otro, sobre el estrecho espacio que dejaba el tope del muro. Brazos abiertos como pájaros, pretenden ser garzas en el puente. Llegaron al otro lado, a otro islote de cemento sostenido por un fino muro. En la isla serían náufragos, serían gaviotas. Alicia trataba de mantenerse lo más cercana posible al centro del espacio para que no se la comiera el tiburón de la gravedad; Esteban se mofaba de ella por miedosa, mientras se le dibujaba una sonrisa idiota en el rostro. Se acomodaron para quedar sentados uno al lado del otro con las rodillas elevadas al cielo, relojes de sol inútiles en la hora en que se encontraban.
Las noches de diciembre suelen ser frescas, llenas de nubosidades y de lluvias. Pero esa noche las nubes emigraron a otros lados de la ciudad, dejando justo el pedazo de cielo que estaba encima de la isla. Clarísimo era. El azul sombra era el mar que los rodeaba. Algunas estrellas se divisaban en la distancia, faros pequeñitos titilantes.
–Ese es Orión- le dijo Esteban a Alicia, señalando tres bombillos celestes que estaban guindando en fila india.
–Pues, fíjate que no, Orión nada más sale en el Hemisferio Norte y, que yo sepa, estamos bien lejos del norte- Ella salió a relucir su risa de hiena. Miraba a Esteban con un dejo de melancolía. –Es más, fíjate que al lado de ese conjunto hay otras tres estrellas.- Señaló con su índice al cielo, apuntando a otro grupejo, excepto que éstas, al contrario de las otras que se ubicaban de manera vertical, estaban en horizontal.
–Si miras bien, parece una letra “L”, ¡No, es una silla reclinable!- De repente la infancia se le salió por los ojos.
Esteban la miraba incrédulo. -¿Una silla reclinable? ¿No crees que más bien parece un reloj de arena?- .
-¡Que no, chico! Te digo que es una silla reclinable, como las que ponen en las piscinas de los clubes para que las niñas se asoleen como iguanas. Es una silla reclinable por donde la mires-. Alicia cruzó sus brazos. Niña malcriada. Él se reía de la niña-mujer que estaba sentada al lado de él con todavía un poco de temor a las alturas. Tanta convicción en un paquetico tan inseguro.
-¿Las sillas reclinables no son las que se ponen frente a los televisores y están hechas de cuero o plástico? Le respondió él mientras cruzaba los brazos.
-Mmm…posiblemente. Pero las sillas de piscina también se reclinan, por lo tanto, son sillas reclinables. RE-CLI-NA-BLES.-
Ella súbitamente cerró la boca. Sus ojos se comían al cielo, a la luna de queso. Él se veía a sí mismo y a la perla suspendida del firmamento en los ojos de Alicia; ojicielo, ojiluna, ojipájaro. Alicia cerró sus persianas para sentir el viento correr en su rostro. Una luna de plata se llevó a las gaviotas en sus brazos.
–Es hora de bajar- le susurró el licántropo a la mujer cielo. Era hora de abandonar la soledad divina del naufragio. El proceso: Los pasos de equilibrista de circo, los bloquecitos insulares, el zurco que encaja en el pie como zapatilla. El suelo, la terredad después del cielo.