Creo en cosas imposibles y en el olor a las olas. Creo que
cada amor que se encuentra tiene una altitud enorme y una inevitable caída
hacia la nada. Creo en la música y en la pintura. Alguna vez creí en las
montañas, pero después del derrumbe, nada. Creo en un cerro. Creo que toma más
de cien años en borrar a algún pasajero del bote. Creo que los dinosaurios
viven entre nosotros y que hacen rock and roll. Creo en las pecas en la espalda.
Creo en el abrazo incómodo y reconfortante de los sistemas de transporte públicos
–odiosa medida con dulce desenlace a veces-. Creo en la visibilidad de las
estrellas y que no se puede vivir en un sitio en donde no se vean. Creo en que
vos hacéis cosas imposibles y no te has dado cuenta. Creo en los silencios
necesarios cada mañana, en el ritual samuráico de la vestimenta antes de
laborar. Creo en que todo caos es una manera minúscula de alcanzar la
iluminación –Caracas, ilumíname como Buda-. Creo que las oficinas son lugares
donde la imaginación vuela aún más lejos de lo que la gente cree, pero se
encapsula como robots de maquinaria. No creo en las sonrisas, creo en luz de
los ojos. Creo en los arcanos. Creo en que El Mago vendrá a buscar algún día a
la Reina de Copas. Creo que todos ustedes son producto de mi imaginación y por
eso se llevan tan mal. Creo en los rincones oscuros de esta ciudad hambrienta,
allí se hacen los bebés del sol. Creo en la fuente que cambia de colores con el
ritmo de la música cuando voy a la terraza de mi cubo. Creo en los colores,
desgraciadamente. Creo que los gatos vuelven siempre a morir en su origen, como
los elefantes –quizás tienen mejor memoria que los cuadrúpedos grises y
gigantes-. Creo que el aburrimiento es sólo un síntoma de la multiplicidad de
interacciones que todos hacemos al mismo tiempo y ahora. Creo en los amigos
como los terapeutas más eficaces. Creo en los molinos y en los espirales. Creo
en que al final, no hay que creer en nada.
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