miércoles, 26 de agosto de 2009

Rojo


      Rojo, todo se veía rojo y de fuego, de leones. Ella no había vuelto a pisar esos soles desde hacía tiempo. No demasiado, pero sí lo suficiente como para notar que la arena ya no era azul y el cielo había dejado de ser paleta de colores. Ella miraba asombrada los alrededores. ¿Qué pasó con los nenúfares? ¿Dónde quedaron las ramas y las estrellas derramadas? Siguió caminando más hacia el horizonte, donde el cielo se volvía cada centímetro más anaranjado. Los pies los tenía hinchados de tanto caminar por arenas calientes. Se tropezó con algo. Bajó su mirada para fijarse qué le había interrumpido el camino y vio una gabardina roja enterrada en la profundidad del suelo. La sacó, la sacudió y ella empezó a llorar al fijarse en esos jirones de tela triste, arrugada. Al lado de la capa, había una especie de máscara vacía, de mirada aún más vacía, como el cielo sin nubes que adornaba la tarde. Recogió la gabardina y se la colocó encima del vestido ya roído por las tempestades. Tomó la máscara y la miró fijamente, seguía en la búsqueda de algo que tuviera vestigio de vida en su mirada. La puso frente a su cara y una gota infinita cayó al suelo del desierto.